miércoles, 14 de octubre de 2009

Mi postre preferido


Lo dijiste de manera inocente al ver una noticia en la tele, como quien no quiere la cosa. “A mí me ponían chocolate caliente en el pecho para aliviar los ataques de asma”. Pero tu mirada tornó tu rostro siempre angelical, y sólo por un segundo, en la cara de una diablesa hambrienta de mí. Nada más decirlo ya te estaba imaginando estirada en la mesa de mi comedor vestida con ropa interior blanca y con una venda del mismo color cubriendo tus preciosos ojos negros.

¿A esta temperatura te gusta?

Introduje mis dedos índice y corazón en la jarra que empuñaba con mi mano derecha y los deslicé, ya cubiertos de dulzor amarga, por tus labios. Tu lengua salió a recibirlos con el único objetivo de provocarme y excitarme aún más si era eso posible. La temperatura era lo de menos porque ya sabías que, fuera la que fuera, nunca podría superar la tuya.

Dibujé un círculo marrón, casi negro, alrededor de tu ombligo. Tú respiraste hondo e inmediatamente mi boca hizo que desapareciera el chocolate que acababa de verter sobre tu vientre.

Pero... no es ahí donde te lo ponían, ¿verdad?

Así que dejé caer un charco en el pecho, por debajo de tu cuello y entre tus senos. Posé la jarra en la estantería, me senté sobre ti y repartí el chocolate con mis manos. Primero por toda esa piel que mostrabas, masajeando suavemente hasta tus hombros y tu cuello. Luego, deslizándome bajo tu ropa interior, sin quitártela. Cubriendo tus senos y sintiendo esos pezones desafiantes entre mis dedos. Y una vez terminé, fueron mi lengua y mis labios los que se encargaron de limpiar el estropicio provocado por mis torpes manos que, esta vez sí, decidieron descubrir tus pechos ahora más dulces que de costumbre. Fue una tarea complicada, porque a mis lametones y succiones le seguían caricias que volvían a impregnar de chocolate tu piel, y yo... no podía permitir que quedara ni una sola gota sobre ella. Mis manos y boca tropezaban, y tu aliento parecía más excitado por momentos, quizá debido al ligero roce de nuestros sexos.

Decidí coger de nuevo el chocolate y regar ahora entre tus piernas. El contraste del blanco y el negro resultaba tan apetitoso, que no lo pensé un instante y me abalancé a saborear todo lo que me ofrecías. Tus gemidos eran ahora mucho más audibles, y el deseo desmedido te desbordó haciendo que no pudieras seguir dejando que fuera yo el único encargado de dar placer.

Te levantaste, ya a ojos descubiertos, y me besaste apasionadamente a modo de relevo. Tomaste la jarra de mi mano para pasar tú a dominar la situación y quedar sobre mí teniendo una visión privilegiada de mi miembro totalmente enhiesto, pasando a estar yo bajo el cielo de tus nalgas. Comencé a acariciarte los muslos a la vez que tú me atrapaste con una mano y tu lengua comenzó a recorrerme de abajo a arriba y, una vez me encumbraste, comencé a sentir cómo el calor húmedo y amargo me cubría. Vertías chocolate sin fin mientras lamías, y lamías, y lamías... Y yo no podía detenerme y, entre gemidos, buceaba entre tus piernas para saborear de ti los restos de chocolate que traspasaron tu tanga y que buscaba tan profundamente como me era posible.

Y seguimos así hasta no dejar una gota. Hasta saciar tanta hambre que teníamos. Hasta saber que el otro había quedado totalmente satisfecho. Hasta entregarnos del todo y sentirnos llenos.

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