domingo, 10 de enero de 2010

La vecina II


(desde aquí)

Te vi en el súper. Llevabas la misma camisa que aquel día que cruzamos las miradas en el restaurante donde fuiste a cenar con tus amigos. No recordaba su color, ni el corte, ni siquiera el detalle bordado del bolsillo ni esos botones tan originales. No. Lo que hizo que me diera cuenta que era esa misma y no otra fue la manera en que marcaba tus pechos bajo ella. Esos pechos que ya había estudiado y que pocos días atrás pude admirar claramente a través de nuestras ventanas.

Verte en la sección de frutería, delante de esa multitud de fresas me hizo recordar vivamente la escena del restaurante. Estabas metida en la conversación de tus compañeros, y de vez en cuando tus labios carnosos dejaban escapar una sonrisa preciosa, pero cuando era una carcajada ... el aire que entraba en tus pulmones tensaba esa camisa de formas hasta hoy indeterminadas, y marcaba profusamente la redondez de tus pechos. No era el único que disfrutaba del espectáculo. Alguno de tus compañeros miraban disimuladamente como esos botones luchaban por mantener la tela unida y no dejar escapar la fuente de tanto deseo en esa sala. Pero yo, desde la distancia, me permitía el lujo de mirarlos descaradamente sin perder ni un detalle. Me recreaba metiendo en mi boca, lentamente, cada una de las fresas de mi plato de postre. Las agarraba delicadamente y rodeaba la punta con mi lengua, como queriendo erizar con ella tus pezones. Luego la besaba sin dejar de lamerla, manteniendo mi mirada fija en aquello que realmente quería disfrutar en mi boca.

La última quise saborearla mirándote a los ojos. Esa fresa debía ser tu cuerpo entero y necesitaba atrapar tu mirada. Abrí un poco las piernas y liberé mi sexo de esa presión a la que estaba sometido desde hacía tiempo. Desde mi rincón privilegiado, comencé el ritual de ofrenda que el resto de frutas habían recibido. Esta vez, mi lengua se adivinaba aún más ardiente y mis ojos estaban inyectados en fuego, muy probablemente debido a mis caricias ocultas bajo el mantel. De repente reíste y resurgieron esos montes que mi boca deseaba coronar. Besé su imagen roja sin dejar de acariciarla con la lengua y mordí sólo la punta queriendo endurecer esos pezones que seguían tímidos. Y eso pareció despertarlos.

Como si lo hubieras sentido en tu propio cuerpo, buscaste al culpable y tu mirada me señaló a la primera. Aún descubierto, no paré. Exageré un poco más mis gestos para hacerte ver que eran para ti. Mi lengua se recreó más si cabe vistiendo de saliva mi última fresa, esta vez imaginando tu vientre, tu ombligo. Tus ojos seguían con los míos, pero aún así pude darme cuenta de la voluntad reprimida de tus pezones queriendo rasgar la tela de tu camisa, y del subterfugio de tu mano desapareciendo de la mesa. Ya te tenía, así que mi mente abandonó tu vientre para descender un poco más.

Mis piernas se abrieron de nuevo queriendo ser un reflejo de las tuyas. Mis caricias llegaban a su fin, y así te lo hice saber cerrando un segundo los ojos a la vez que mi aliento abrasaba esa fresa que seguía en mis manos. Al abrirlos de nuevo, el fundente ardor de mis entrañas podía verse en ellos. Te miré intensamente queriendo hacerte llegar todo mi deseo. Mi mente enloquecía sin poder retenerse en tus ingles hasta que llegó mi último bocado a la tentación de Eva convertida en fresa. Saboreé su jugo bebiendo de tu ser mientras el placer me recorría la espalda. Mis ojos trémulos te anunciaban que ese orgasmo era por ti, a la vez que veían como tu mano empapada de la fruta de mi deseo te permiría saborearte ...

Me perdía en esos recuerdos mientras daba un rodeo para llegar a tu espalda. Seguías allí, ensimismada, inmóvil delante de ese montón de fresas rojas quizá recordando lo mismo que yo. La lujuria pudo más que las visceras o la razón y, perdiendo mi timidez como aquel día, dejé un bote de nata en tu carro con una nota en la que aparecía mi dirección.

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